El Arpa se sentía triste cuando
Lucio la tomaba en sus manos para sacarle alguna melodía. Había nacido para
deleitar, no para atormentar oídos agradecidos. Lucio rebosaba soberbia y
necesitaba de la adulación. Con sus torpes manos, más que acariciar, parecía
aporrear las afinadas cuerdas, pero lograba arrancar unos aplausos, los del
miedo. Pobre del que no aplaudiera. Con ello su vanidad estaba alimentada. El
Arpa no deseaba sobrevivir a ese destino ingrato y tuvo celos de sus otras
arpas amigas, pero ese mismo destino se apiadó de ella y quiso ayudarla.
Lucio Domicio contemplaba impávido, desde el mirador de su Palacio, cómo
las llamas devastaban la ciudad, arpa en mano, improvisando melodías
desafinadas. El calor provocó que por las manos sudorosas de Lucio se resbalara
el Arpa y ésta se precipitara al vacío. El Arpa a pesar de su desgraciado
final, fue pasto de las llamas, quedó liberada.
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