El andén de la estación

Del andén de la estación parte el tren. Viajar en tren es compartir, conocer gente y lugares. Este blog es como un tren, donde todo cabe y al que todos pueden subir.

viernes, 26 de octubre de 2012

Un nuevo amanecer


Capítulo IV del cuento "La Leyenda de Gustavo Sol" de LZC

       Gustavo Sol y Aurora, aquel día en que decidieron abandonar sus raíces en la tierra que les vio nacer, marcharon errantes por los caminos de Dios subiéndose al primer tren que partiera de la estación, cuanto más lejos de aquellos parajes mejor, dispuestos a olvidar esa carga que como cadena pesada tuvieron que soportar durante años. Recorrieron infinidad de ciudades consumiendo poco apoco los ahorros que Aurora fue amasando gracias a la subvención que les pasaba el ayuntamiento. Pero Gustavo Sol parecía entrar en un aletargamiento progresivo que iba minando su salud. Él, acostumbrado a desenvolverse en un reducido espacio al aire libre, era ajeno a cuanto a su alrededor ocurría, como un gran solitario dentro de una multitud casi descontrolada. Se veía ahora como un nómada de un lado hacia otro, viendo siempre gente extraña con muchas prisas avasallando todo aquello que se topase a su paso. Metido casi siempre entre las cuatro paredes de cualquier pensión, mínima parte de un inmenso laberinto de bloques de cemento, observaba que los días no tenían la misma luz ni el mismo calor; las noches que para él no habían existido le producían ansiedad, desasosiego, miedo en ocasiones, y un frío desconocido se apoderaba de su piel. Estaba claro que la vida para Gustavo Sol iba a resultar difícil y Aurora no podía seguir así durante mucho tiempo, tenía que procurarse un porvenir y solucionar el qué hacer con su hermano, todo menos abandonarlo a la buena de Dios. Esa vida errante de un lugar a otro tenía una justificación, y no era otra que el dar con el lugar apropiado donde Gustavo Sol se sintiera identificado, cómodo, y feliz a su manera. En ocasiones, ante la infructuosa búsqueda y harta de tanto sufrimiento, se le pasó por la cabeza el volver a La Casa de la Luz, pero ello supondría asumir una derrota a la que no estaba dispuesta. Además siempre le quedaría esta opción en última instancia. 


       Sin pretenderlo, por doquier se hallaran, tropezaban con noticias del fervor desatado entorno a la figura de Gustavo Sol que, en lugar de menguar, se incrementaba. Todo el empeño lo centró Aurora en preservar a su hermano de esa fiebre que arrasaba en todo el mundo, como si de una epidemia se tratara. No estaba segura de que éste tuviera conciencia del hecho, pero debía poner los medios necesarios a su alcance para mantenerlo al margen de ello, aunque no sabía cómo. 

       En su deambular por esos mundos, por fin atisbó una luz en el horizonte que empezó a considerar como posible solución a sus problemas. Llegó a sus oídos la existencia, en un lugar lejano, de un centro de acogida de personas inadaptadas. No tenía la menor duda de que en Gustavo Sol se daba esta circunstancia. Realmente era un inadaptado a su época; quizá su nacimiento se produjo mucho antes del tiempo que le hubiese correspondido nacer, lo que le hizo reflexionar sobre un futuro donde quizá las personas nacerían con características especiales y en donde cada cual viviría inmerso en su propio individualismo, sin preocuparle lo ajeno. Esta nueva época sería inmune a los problemas cercanos que condicionan las ambiciones, las ansias de poder, las guerras tanto en su faceta física como psicológica, y todo ello no basándose en una superación personal, sino guiados por unas ansias de dominio sobre los demás. Era muy posible que su caso no fuera único, tal vez se trataba de un una secuencia de apariciones de seres especiales como síntoma de que algo estaba cambiando. Y este centro del cual le llegaron noticias estaba especializado en el acogimiento de todas estas personas. Su duda, su preocupación, se cernía ahora en considerar la conveniencia de su ingreso en el mismo. Estaba hecha un mar de dudas y un tanto confundida ante dos consideraciones. En la primera consideraba el centro como un lugar de aislamiento del mundo exterior para evitar o, cuanto menos, retrasar el momento de irrupción del nuevo orden que, pensaba, se avecinaba con paso lento pero decidido. En la segunda consideraba que el objetivo principal del centro era reunir a estos seres privilegiados con el fin de preservarlos y preparar el momento de comenzar a extender las redes de ese nuevo orden.


       Era impensable que los allí recluidos, salvo estar tocados por el don de la inmortalidad, no sobrevivirían al tiempo presente, aunque estaba aún por ver. En cualquier caso no vio mejor solución que no pasase por la reclusión de Gustavo Sol en el centro, hasta considerando el peor de los casos, siempre sería mejor que su actual situación. Allí seria feliz, aunque esta percepción la tenía con reservas porque, si una característica había marcado la existencia de Gustavo Sol era la casi absoluta ausencia de sentimientos. Quizá esta forma de ser estaba propiciada por esa inteligencia superior que, buena muestra de ella dio en su momento, influía en su subconsciente y le propició su peculiaridad como una forma de protesta ante el mundo. 


      Aurora creía ahora que algo o alguien lo trajo a este mundo con un objetivo y, para ello, le concedió la luz como modo de llamar la atención sobre los demás, queriendo simbolizar, además, la pureza de sus intenciones en su desnudez. Pero la fuerza existente de lo mundano pudo más y lo absorbió para hacerlo desaparecer. Posiblemente aún no había llegado el momento para este cambio, pero una nueva concepción de la existencia estaba brotando y aún debían pasar muchos años para que esta evolución se asentara con toda su fuerza. 

      No tenía otra elección y de la mano de Gustavo Sol acudió a ese centro. Les explicó los pormenores de todo lo vivido hasta cruzar su umbral, y estos le abrieron los brazos porque sí reunía todas las condiciones para recluirse en el mismo. Además, conocían de su existencia y sabían que en algún momento acudiría a ellos porque era el único lugar, en la tierra, donde tenía cabida. Allí comenzó una nueva vida. 


      Aurora se despidió de él con lagrimas resbalando por sus mejillas, lágrimas agridulces compartiendo dolor y alegría. Alegría porque se convenció de que era lo mejor para él y dolor porque tenía el presentimiento de que jamás volvería a verlo. Gustavo Sol se despidió tal como era, sin mostrar sus sentimientos, como si de un hasta luego se tratara. Con su pena a cuestas se alejó Aurora, con una nueva vida frente a sí y un horizonte imprevisible. Gustavo Sol se adentró en ese amplio recinto donde no existían llaves ni barreras y donde desde ese mismo instante podía volver a ser él mismo, aquel nacido bajo la bendición del sol. Y así lo hizo. Se despojó de sus ropas volviéndose a mostrar como lo trajeron al mundo. Desde ese momento el sol volvió a brillar como antaño, tal si de un nuevo amanecer se tratare, y se instaló en el amplio jardín. Quizá era casualidad pero ese mismo día también era martes y trece, de un mes de julio. De alguna manera había vuelto a nacer.


F I N

martes, 23 de octubre de 2012

El despertar



Capítulo III del cuento "La Leyenda de Gustavo Sol" de LZC                

    Gustavo Sol seguía ajeno a cuanto a su alrededor pasaba. Encerrado entre paredes al viento, permanecía desnudo ante la vida en cuerpo y alma. Conforme crecía, de igual manera lo hacían sus atributos. Desde pequeño se acostumbró a vivir como su madre lo trajo al mundo y para su familia se convirtió en algo absolutamente natural. De igual forma, la gente no veía en ese detalle nada obsceno y de mal gusto, todo lo contrario, se convirtió en un símbolo que atrajo a otro tipo de gentes que lo idolatraron. Lo convirtieron en algo parecido a un dios, surgiendo al amparo de su figura una corriente  fanático-religiosa que lo santificaron. Cada vez llegaban más gentes, de remotos lugares, a rendirle culto esperando ansiosos que en algún momento les dirigiera una simple mirada. Pero Gustavo Sol jamás clavó su mirada en nadie, es más, con seguridad era desconocedor de lo que a unas decenas de metros estaba ocurriendo y precisamente era esa indiferencia suya la que mantenía viva la desmedida pasión por su ser.

    La ciencia volvió a retomar su interés por él tratando de convencer a Jacinto y Adoración para que les permitiesen estudiar más de cerca a Gustavo Sol. Los científicos querían llevarlo nuevamente a sus laboratorios para observarlo, para analizarlo y dar con una explicación racional al fenómeno excepcional que representaba. Se trataba de un reto porque para un científico la respuesta a cualquier interrogante estaba en la tierra, solo se precisaba tiempo para encontrarla. Pero estas peticiones siempre fueron rechazadas, sobre todo ante la firme oposición de Aurora. Y fue a raíz de estas negativas cuando el mundo científico decepcionado empezó declinar nuevamente su interés por Gustavo Sol. Mientras la ciencia se hizo a un lado, el movimiento fanático-religioso se iba fortaleciendo porque éstos no necesitaban respuestas, simplemente buscaban su presencia, para éstos no eran necesarias explicaciones ni convencimientos, lo consideraban como algo sobrenatural, él mismo era la respuesta y ello les bastaba.

   A pesar de sus esfuerzos, para los Porriño, la situación generada se había vuelto difícil. El continuo asedio a que estaban sometidos por todas partes se hacía insoportable y comenzó a hacer mella en su voluntad. Jacinto enfermó y a pesar de los muchos esfuerzos de los médicos, no se pudo hacer mucho por él, murió. Para Adoración fue el primer golpe duro que le dio la vida, lo vivido hasta ahora podía considerarlo como una circunstancia del destino, dándose cuenta en este momento que ese hombre frágil,  poca cosa, cargado de defectos, había supuesto un importante punto de apoyo y motor de su propia vitalidad. Nunca imaginó lo mucho que lo quería y la felicidad compartida durante tantos años.

    Con la muerte de Jacinto todo se derrumbó. Con Rosendo lejos, Anunciación en el asilo muy mermada y postrada en una cama para el resto de sus días y Gustavo Sol que seguía en su mundo, era Aurora la única que no perdía la compostura, con el espíritu fuerte y las ganas de luchar por una intimidad imposible. Adoración ante tal panorama entró en una profunda depresión abandonándose a su propio destino. Solo pensaba en qué sería de Gustavo Sol cuando ella faltase y sobre todo en su hija Aurora. Esa niña que fue mujer antes de tiempo y que aún no había conocido el amor:

-¿Qué sería de su vida?-,se obsesionaba ante esa incertidumbre.

  Hasta el presente siempre fue un continuo sacrificio en beneficio de los suyos, sin ninguna ambición personal, sin pedir nada a cambio. La duda de Adoración se reflejaba en la eterna pregunta que siempre se hacía en sus adentros:

-¿Hasta cuando aguantará?.-

    Ese día llegará tarde o temprano, Adoración  estaba segura de ello, porque ella misma estuvo varias veces en la línea de separación entre  permanecer o escapar de aquel infierno, pero abandonar dejando parte de su sangre al buen destino no era propio de una buena madre y esposa. Continuó luchando, pero comprendía que el cariño de hermana nunca se podrá comparar al de una madre; en algún momento tocaría fondo y lo comprendería. El corazón de Adoración no aguantó, y emprendió el vuelo hacia una nueva vida. Antes, en el lecho con el último estertor, le dijo a Aurora que su vida le pertenecía y no quería que la desperdiciara. Cualquier decisión que tomase sería de su aprobación, y que no dejara paso a los remordimientos porque bastante había hecho por ellos y no era la culpable de haber sido tocados por el destino en un de sus inexplicables designios.   
   
   Gustavo Sol que apenas había mostrado afección alguna con la paulatina ausencia de sus allegados, se afligió con la muerte de su madre. Cuando se la llevaron se sentó en su trono salmón y levantó, quizá por vez primera, la mirada hacia el horizonte y sintió extrañeza ante el cambio que en el transcurso de unos años se había experimentado a su alrededor. Vio como la ciudad estaba más cerca, vio como la gente iba y venía. Observó atónito esa gran alameda llena de farolas que cuando allí tocaba la noche se iluminaban, los locales de ocio, los tenderetes, aquellos niños que se acercaban más de lo permitido y que se reían inocentemente al ver un hombre desnudo. No entendía realmente lo que allí estaba pasando, sintiéndose como un animal enjaulado que todos van a admirar, y por primera vez dirigió la palabra a su hermana Aurora como un niño que acaba de despertar:

-¿Por qué estoy desnudo?-.
-¿Qué hace toda esa gente mirándome?-.

   Esta quedó compungida observándolo sin saber qué contestar a unas preguntas tan simples,

-¡Nada!. Solo pasean-.

  Le dio un batín con el que se cubrió sus vergüenzas y, cogiéndolo de los hombros, se metieron en la casa. Allí le dijo que había estado enfermo durante muchos años (qué otra cosa podía contarle), que su hermano Rosendo estaba viviendo lejos de allí, que sus padres estaban en el cielo disfrutando de la eternidad, y que ellos pronto se marcharían de ese lugar, a una ciudad lejana y muy grande, donde nadie los conociera, donde pudieran perderse por cualquier rincón sin que nadie volviese la cabeza para observarles.


   Pasaron unos días y con lo más indispensable en unas mochilas, Aurora y Gustavo Sol, salieron de la casa de la luz aprovechando la oscuridad de la madrugada sin volver la vista, emulando aquella cita bíblica para no quedarse petrificados, con la intención de perderse para el resto de su existencia y sin preocuparse de ser señalados por doquier sus pasos los llevaran. Esa luz de linterna permanente que  duró mas de treinta años y que fue objeto de muchas observaciones y estudios inacabados se apagó, y empezó a llover en ese reducido espacio. La gente se agolpó en las inmediaciones extrañada por el nuevo suceso atreviéndose a merodear por la casa y vieron que allí no había nadie. Dieron aviso a las autoridades que de inmediato iniciaron una búsqueda por todas partes, de Gustavo Sol y su hermana, sin éxito. Aquel suceso que durante años era su principal fuente de ingresos amenazaba con la ruina de una ciudad que tanto gastó para atraer a las gentes. Era necesario tomar medidas para que no se volviese en su contra y, tras largas deliberaciones de los estamentos de poder, decidieron elegir a una persona como la receptora de unas revelaciones del propio Gustavo Sol en las que le comunicaba la llamada de su poderoso protector para reunirse con él. Y que, en lo sucesivo, esa persona debía servir de enlace entre sus revelaciones y sus adeptos. Así lo hicieron y esa pequeña corriente casi religiosa que tiempo atrás ya se había formado y que prácticamente lo santificaron, tomó más fuerza, y se formó una corriente entre sus seguidores, auto-bautizados como los Gustavianos. Prácticamente se convirtió en un Dios y tuvieron que idear un símbolo y darle una ubicación que sirviera como referencia y punto de encuentro. Levantaron una gran estatua similar al recuerdo de porcelana que tanta aceptación tuvo en su momento en un lugar junto a La Casa de la Luz; y que, desde su atributo de piedra granítica, manaba una corriente continua de agua a la que le atribuyeron poderes curativos, convirtiéndose en un lugar de peregrinaje al que acudían desde los lugares más remotos. La idea de aquellos gobernantes tuvo buena recompensa porque las gentes continuaron viniendo, y frente a la estatua depositaban flores mientras musitaban una oración pidiendo la curación de sus dolencias.  

jueves, 18 de octubre de 2012

La casa de la luz



Capítulo II del cuento: "La leyenda de Gustavo Sol"de LZC
                                                
       Ese día la vida de los Porriño cambió su rumbo y su hábitat natural sufrió una serie de transformaciones que lo convirtieron en un lugar peculiar, único en el mundo. Desaparecieron los veranos, los otoños y los inviernos, una suave primavera se adueñó de su espacio. Sin lluvias, sin vientos, sin frío y sin calor. Por desaparecer, hasta la noche lo hizo y una luz constante brillaba durante las veinticuatro horas del día. Sumergidos como en un túnel del tiempo, desde lo lejos, cuando la luna y las estrellas delataban la noche, un haz de luz permanente se reflejaba sobre ellos como si de una linterna incandescente se tratara.
        
       Desde el momento de su nacimiento se hizo patente la atracción que Gustavo Sol tenía por el astro padre. Esa inmensa bola de fuego le hacía pronunciar sonidos guturales levantando los brazos hacia él, como queriendo asirlo; más que atracción parecía una total dependencia pues apenas podía vivir fuera de su influencia. Cuando lo metían dentro de casa cambiaba su carácter, perdía el apetito, no podía ni conciliar el sueño, hasta le resultaba imposible hacer sus propias necesidades. Adoración al principio sufrió lo indecible pues sus modos de vida empezaron a modificarse. Cambiaron sus costumbres, la convivencia se hacía difícil y lo más preocupante era que no tenía visos de cambiar, al menos a medio plazo. Lo llevó a los médicos, a todos los que creía podían curarle. En un principio creyó que tenía una enfermedad grave, pero los médicos lo examinaban, lo analizaban, hurgaban en todos sus rincones y nunca encontraban nada de anormal. Sus diagnósticos siempre coincidían, lo consideraban un niño dentro de la más absoluta normalidad y con una peculiaridad que lo distinguía de los demás niños. No encontraban otra explicación, al menos dentro de la limitación de conocimientos que la medicina tenía respecto casos raros como el de Gustavo Sol. Lo llevó a curanderos, médiums, brujas, parapsicólogos, y todo aquel que pudiera mostrarle una luz al final del túnel, pero nadie le daba una respuesta. Los más osados atribuían el fenómeno no precisamente a Gustavo Sol, sino a un efecto incomprensible de la propia naturaleza, y los remitían a físicos, a meteorólogos, a estudiosos de efectos extraños; cualquiera era válido. Pero Adoración no estaba dispuesta a seguir por esos derroteros y se resignó a convivir con su problema.

Gustavo Sol, y su peculiaridad, traspasó su propia frontera llegando hasta la ciudad. Ello trajo consigo un aumento considerable del número de paseantes y curiosos alrededor del mundo de los Porriño “La Casa de la Luz”, la llamaban. Con torpes disimulos observaban las correrías del Niño, los juegos, las gracias y, en su inocencia, ese pinganillo que colgaba en su entrepierna, provocando esas sonrisas amables y distendidas. Su madre le puso Gustavo, el Sol le prestó su nombre, y ahora había sido rebautizado como “El Niño” cuando se referían a él; parecía como si de sus bocas no pudiera salir su auténtico nombre.

Los años iban pasando y Gustavo fue creciendo. A los cinco años ya sabía leer y escribir, sin ayuda de nadie; conoció las letras y los números jugando con los libros de sus hermanos. Una vez vio como Aurora y Rosendo jugaban una partida de ajedrez y al día siguiente ya no fueron rivales para él. Con ocho años no había libro que se le resistiera; era evidente que poseía una inteligencia fuera de lo normal ó, quizá, unos poderes sobrenaturales. Seguía creciendo y toda su vida se desarrollaba en el porche encementado de la casa, allí jugaba, comía, leía, dormía y observaba regularmente a su tutor, el astro que seguro lo apadrinó; y éste, de forma incomprensible, lo mantenía inmaculado de marca o señal alguna. Para cualquiera de los mortales, un día completo bajo un sol abrasador, sería como cavar su propia fosa; solo unas horas bastarían para terminar abrasado como si del mismo infierno se tratara. No cabe duda que estaba bajo su protección.

Ese porche permanentemente iluminado era su refugio y posiblemente el lugar donde se almacenaba toda esa energía que revertía en él dotándole de esa sabiduría única e incomprensible. Cuando se alejaba de allí, con solo entrar en la casa, se evidenciaba un decaimiento físico y emocional, una merma de facultades, nervioso, temeroso, un estado anímico preocupante; por esa razón optaron por dejarle plena libertad para que su vida transcurriera allí donde su felicidad fuera más placentera, y ese lugar era sin duda el porche, y se acostumbró a ese reducido espacio tanto que era incapaz de abandonarlo, incluso cuando de hacer sus propias necesidades se trataba. Cuando pequeño disponía de un orinal de patito, apropiado a su tamaño. Fue creciendo, y éste con él, disponiendo de orinales más grandes de diversas figuras, hasta que llegó el momento en que Jacinto tuvo la feliz idea de instalarle un retrete en una esquina. Pero más que un retrete era un espacio al aire libre con un pequeño lavabo, una ducha y una taza de evacuación. Eso sí, no era una taza normal, sino la mejor del mercado, con mochila, de color salmón, reluciente y con un tirador que parecía de oro. Tanto le llamó la atención que Gustavo Sol se sintió atraído y comprobó con satisfacción ese frescor agradable que se apreciaba al sentarse en ella, recreándose, disfrutando cada minuto que permanecía allí posado de forma que, poco a poco, hizo de su particular retrete el pequeño rincón donde más a gusto estaba, haciendo de la taza de color salmón su auténtico trono.

Ante la creciente expectación que surgió alrededor de La Casa de la Luz, y debido a la cada vez mayor afluencia de gentes por sus alrededores, comenzaron a proliferar zonas de recreo. Primero se instalaron tenderetes, barracones de bebidas, parques infantiles. El ayuntamiento de la ciudad vio en ello una posible fuente de ingresos con la que jamás había soñado y decidió reordenar el terreno y urbanizarlo. Construyó paseos arbolados, jardines, fuentes ornamentales. Concedió licencias para instalar cafeterías, restaurantes, tiendas de souvenirs donde se podía encontrar llaveros, cuadros, vasos, ceniceros, platos, postales, y un sinfín de artículos, con motivos propios de La Casa de la Luz y como centro de todos ellos el propio Gustavo Sol. El recuerdo más cotizado era la figura de Gustavo Sol, de porcelana, sentado en su taza en actitud serena y pensante con la mirada ligeramente proyectada hacia el cielo.

Los años pasaban y el renombre de Gustavo Sol, sus increíbles facultades, ese fenómeno de la naturaleza, cruzó los mares y océanos, surcó los cielos y de todas partes del planeta empezaron a llegar mas gentes atraídas por lo excepcional del caso. No solamente eran curiosos de lo insólito cargados con sus cámaras de fotos y de vídeo, también vinieron científicos de todo el mundo, alemanes, americanos, chinos, rusos, japoneses, australianos,..., con sus laboratorios a cuestas, con sus observatorios, con sus medidores, con cualquier inimaginable artilugio con alguna potencial función analizadora que pudiera servir para esclarecer, cuanto menos, algún detalle relacionado ó bajo la influencia directa de Gustavo Sol. Por supuesto, siempre, manteniéndose a cierta distancia de éste, desde la lejanía, porque Gustavo Sol era inaccesible. Existía una especie de barrera infranqueable impuesta por Jacinto y Adoración que no estaban por la labor de convertir a su hijo en un conejo de indias o en un títere de feria.

Lógicamente esta situación tuvo su efecto en el resto de la familia Porriño. Adoración tuvo que dejar el trabajo malviviendo con lo que Jacinto ganaba hasta que desde el ayuntamiento de la ciudad, y vista la potencial fuente de ingresos que para su economía representaba, decidió concederles una subvención permanente solo con la condición de no impedir a los curiosos acercarse hasta un lugar más próximo donde poder sacar fotografías y filmaciones de La Casa de la Luz. Jacinto vio en ello su oportunidad y convenció a su mujer para que no pusiera impedimentos; de esta manera dejó también su trabajo para dedicarse a su huerta y a sus “paseitos” cortos. Anunciación con su edad no fue capaz de soportar el cambio brusco que se produjo en su tranquila vida y pidió que la llevaran a un asilo:

 -Un lugar tranquilito donde hacer amigas y poder jugar al cinquillo- decía.
Y así lo hicieron.

          Rosendo que siempre había sido un niño introvertido, timorato, frágil, de lágrima fácil, fue quien más acusó todo este trajín y Adoración temiendo el perjuicio que eso podía conllevar para su desarrollo como persona, lo mandó a vivir con un primo suyo muy lejos de allí. Aurora, por el contrario, siempre fue una niña despierta y con la misma fortaleza de su madre. Desde temprana edad ya tomaba decisiones que afectaban a toda la familia, a veces por encima del criterio de su padre. Era consciente de la especial situación en que la familia se encontraba y sabía que en cualquier momento podía derrumbarse así, aunque su madre le propuso acompañar a Rosendo, ella se negó rotundamente y quiso quedarse porque sabía que en un momento dado, su presencia podría ser necesaria. La Casa de la Luz redujo de esta manera sus moradores, solo quedaban cuatro. 

domingo, 14 de octubre de 2012

Hijo del Sol


 


Capítulo I del cuento "La Leyenda de Gustavo Sol" de LZC

Gustavo Porriño Calzón nació bajo el sol ardiente de Julio. Su madre Adoración Calzón, de ocupación: “Profesional de la Limpieza“. Como bien decía su tarjeta de visita:

-Para lo que a bien quieran mandar- apostillaba.

Trabajaba por las noches como limpiadora de oficinas en un céntrico edificio de la ciudad. Madre de dos niños, Aurora y Rosendo, de doce y ocho años, los cuales quedaban al cuidado de Anunciación Cabezón, la abuela materna. Jacinto Porriño, el padre, trabajador de la construcción. Amante de la manzanilla, no la de hierbas, la... otra, la que pone al cuerpo y purifica el alma, frecuentaba las bodegas que casualmente se cruzaban en su camino:

-Todo en la vida ha de tomarse en pequeñas dosis sin alargarlas demasiado en el tiempo-, era, entre otras, una de sus particulares máximas filosóficas.

Ambos apenas tenían tiempo de verse, menos de arrullarse, salvo cuando algún accidente laboral fortuito (por supuesto), dejaba a Jacinto postrado en cama con algún hueso quebrado o músculo entumecido. Adoración no podía permitirse el lujo de dejar el trabajo y si el azar le daba la oportunidad, no dejaba pasar la ocasión de realizar algún que otro trabajo extra, de la índole que fuera, por supuesto decente y, eso sí, solo por las mañanas porque según decía:

-Dios me ha concedido las noches para trabajar, las madrugadas para retozar, las mañanas para purgar y las tardes para descansar-.

Y una forma de purgarse era el sacrificio extra a que estaba dispuesta por las mañanas con tal de conseguir un céntimo de más:

-Toda peseta es buena- decía,

Todo por el bien de sus hijos que, mientras su cuerpo aguantara, no pasarían las mismas penalidades que ella tuvo que pasar, y les daría una educación a la que ella no pudo acceder por los precarios medios económicos de su familia.

Anunciación, por su parte, no dejaba pasar la oportunidad de bombardear con insinuaciones la calamidad de marido que tenía Adoración:

-Críspulo, eso sí era un hombre, trabajador donde los haya, y no el vago de Jacinto-.

Adoración habituada a estos reproches maternos no les prestaba la mínima atención pues, con todos los defectos del mundo,... era su marido, lo quería, y él a ella, y al contrario que otras amigas suyas de la infancia:

-Nunca me ha puesto una mano encima-, replicaba con orgullo.

Adoración, entre un y otro accidente laboral, quedó embarazada. Era de la única manera. Él marchaba a trabajar a las seis de la mañana y ella no regresaba a casa como mínimo hasta las siete. Arreglaba a sus hijos, los llevaba al colegio, hacía la compra, de la comida se encargaba la abuela. Después de comer se echaba a dormir, hasta las ocho de la tarde en que regresaba Jacinto, juntos cenaban, veían un rato la televisión y luego sobre las once de la noche, cuando Aurora y Rosendo se metían en cama y, Anunciación y Jacinto se quedaban dormidos en el sofá, ella daba un beso a cada uno y marchaba a su trabajo.

Ese mes de julio era muy caluroso, de los peores de los últimos años. Los días de intenso calor resultaban agobiantes, con noches bochornosas donde ni la brisa del mar podía aplacar esa desazón pegajosa que se adhiere al cuerpo y que resulta imposible desprenderse de ella. Adoración empezó a sentirse mal. Las molestias propias del próximo acontecimiento empezaron a dejarse notar y, a pesar de todo, siguió trabajando. Aguantaba los dolores como mejor podía, calculando el tiempo que aún le quedaba según le dictaba su propia experiencia.

Terminada su jornada se encaminó hacia la casa. Esta se encontraba a las afueras de la ciudad, en un lugar como olvidado del mundo, en medio de unas huertas en estado de abandono que esperaban con paciencia su recalificación. Antes de todo esto, cuando una huerta apenas valía unos duros, un joven llamado Jacinto compró un cacho de terreno por poco dinero:

- ¡Un regalo!-,

y poco a poco fue levantando con sus propias manos lo que más adelante se convertiría en su hogar. Solo lo indispensable, un salón con cocina incluida, una habitación y un retrete con lavabo, bidé y ducha. Por jardín tenía una pequeña huerta donde cultivaba lechugas, tomates, judías, pimientos, patatas,..., y cualquier hortaliza o tubérculo de temporada; y en la parte trasera un corral con conejos, gallinas y patos. La subsistencia estaba asegurada.

La entrada de la casa estaba precedida de un porche encementado, donde una mesa flanqueada por dos sillas y dos mecedoras hacían de él el lugar mas concurrido y donde la vida transcurría en su mayor parte, sobre todo en las calurosas noches de verano. En ocasiones el sueño vencía a Jacinto en una de esas mecedoras siendo sorprendido por Adoración a su regreso del trabajo, con reprimenda incluida y seguido reproche de Anunciación. Primero por faltar a su trabajo y segundo porque era de la opinión que el cuerpo solo descansa en su posición natural, horizontal, y dormir sentado no era la mejor medicina para los maltrechos huesos de Jacinto.

Por delante de ese porche se desarrollaba algo de la vida de una pequeña parte de la ciudad que cada vez se les iba acercando mas y más. Para muchos residentes de aquella zona era un lugar de paseo casi obligado, bastante concurrido, no por tratarse de un lugar de esparcimiento donde disfrutar del olor, del frescor y del color de la naturaleza. La zona no era precisamente un jardín babilónico, lleno de matorrales medio secos y alguna higuera centenaria resignada a sucumbir ente el progreso que se avecinaba. Mas bien era un espacio donde se daban cita jóvenes, medianos y viejos, todos ellos paseantes correas en mano y unos caninos juguetones que daban buena cuenta de sus imperiosidades y que, en ocasiones, provocaban algún altercado cuando pateaban esa estimada huerta que tantos sudores costaban a Jacinto

-¡Marranos, id a cagar a vuestro portal!. ¡Esto no es un retrete público!- gritaba enfurecido.

Nadie le tomaba en consideración. Porque el concepto que la gente tenía de ellos era la de marginados, chabolistas, sinónimo casi de ciudadanos de tercera. No era esta la intención que albergaba el espíritu de aquellos jóvenes, Adoración y Jacinto, cuando decidieron construir allí su hogar. Su idea primitiva era la de vivir en el campo rodeados de un estupendo jardín con toda clase de plantas y arbustos aromáticos: rosas, claveles, geranios, lavandas, jazmines, galanes..., con una no menos estupenda casa, con muchos árboles alrededor, hasta con piscina, pero la voluntad dicta las premisas y el tiempo se encarga en ponerlas en su sitio, y el fabuloso proyecto se convirtió en cuatro paredes con techo, para resguardarse de las inclemencias del tiempo, que se iban agrandando según la propia necesidad iba requiriéndolo. Así, un niño venía al mundo, la casa crecía en una habitación a un lado; otro niño venía y otra habitación por el otro lado. Vino a vivir la abuela y al fondo otra habitación:

-¡Sí, con las gallinas!-, refunfuñaba al principio.

Anunciación llevaba algo de razón porque ni su hija ni, en especial, Jacinto tenían el espíritu más apropiado para llevar a cabo esos sueños de juventud y, por eso, el tiempo y los medios económicos se encargaron de poner las cosas donde estaban.

Ellos también cambiaron. Adoración era delgada y engordó; sus ojos negros, grandes, de párpados finos, se volvieron pequeños con bolsas amoratadas y legañosas. El pelo castaño oscuro y bien moldeado se tornó blanquecino y deshilachado. Su piel tostada y lisa, de escaso bello, se volvió rugosa y pálida salvo el rostro que parecía como quemado por el sol. Jacinto era delgado pero prieto, ahora continuaba delgado pero esquelético, con mucho pelo en la cabeza siempre despeinado, con el rostro también quemado por el sol salvo esa franja blanquecina en la frente provocada por su habitual gorra que no se la quitaba ni para dormir. La ropa no se tenía en el cuerpo, los brazos largos, demasiado, para lo que era su torso, las piernas también largas. Parecía mas alto de lo que en realidad era. De mal comer y buen beber, en un tiempo fue fuerte, ahora débil y quebradizo. En su cara se dibujaban esos surcos, que la vida deja a lo largo de su curso pero que, en su caso, llegaron antes de lo previsto y con esa barba tiznada de nieve que tardaba en desaparecer, como pronto, una semana. Aunque curiosos en el vestir, daban la sensación de parecer unos chabolistas rayando la indigencia, sobre todo por las mañanas cuando ella regresaba del trabajo despeinada, con el agotamiento reflejado en el rostro. Y él, por las mañanas salía pulcro, de ello se encargaba Anunciación, pero cuando regresaba venía sucio de cemento, arena y cal, maloliente por el sudor y la copa de más, sin llegar a tambalearse pero con el contento marcado en el semblante.

Jacinto estaba encerrado dentro de sí, ajeno a su entorno y sólo ensimismado por su pequeño mundo, su casa y su huerta, sus “manzanillas”, sus hijos, su mujer y en último lugar Anunciación, seguramente por este mismo orden. Rozando el analfabetismo, aprendió a leer y escribir de mayor, gracias al tesón que puso en ello su mujer. Adoración era más realista, incluso inteligente, porque sabía de sus propias limitaciones y también que la vida no le había permitido obtener otras bendiciones. En muchas ocasiones tentó a su marido para abandonar esa vida, olvidados del mundo exterior:

-Deberíamos mudarnos a la ciudad, para vivir como personas-.

Jacinto hacía oídos sordos, él sería incapaz de sobrevivir metido en un edificio donde el sol apenas asoma, siempre con vecinos por todos los costados, donde las noches no tenían luna ni estrellas:

-En la ciudad no se ven ni los pájaros, ni se pueden escuchar los grillos-, decía.

Adoración replicaba:

-Y qué será de nuestros hijos, sin amigos, sin nadie que se atreva a ofrecerles su amistad-.

Jacinto argumentaba que de pequeño él tampoco los tuvo y no por ello dejó de tenerlos cuando fue grande. Era una lucha perdida para Adoración, su marido allí era feliz y al final siempre zanjaba la discusión con la misma frase

-¡De aquí solo saldré con los pies por delante!-.

Llegó el día, era martes y trece cuando nació Gustavo, aquel que iba a cambiar su vida y la del resto de la familia. Muchas veces se preguntó si esa fecha y ese acontecimiento le habían dado mala ó buena suerte. Nunca pudo responderse. Adoración ese día quiso regresar a su casa caminando; prefería que su hijo naciera bajo un árbol, rodeado de su particular naturaleza, y no en el asiento trasero de un autobús. Aún tuvo el tiempo suficiente como para llegar hasta el porche encementado de su casa y sentarse en una de esas confortables mecedoras para reposar y para relajar sus músculos tensos, extenuados por la caminata, antes de entrar en la casa.

Se había retrasado más de lo habitual, eran las ocho de la mañana, Jacinto ya en trabajo. Aurora y Rosendo estaban remoloneando en la cama pese a los insistentes reclamos de la abuela Anunciación. Desde la mecedora, a sus espaldas, oía el trasiego del interior de la casa consciente de que no se habían percatado de su presencia. Allí, en silencio, acompañada de su soledad y del crujir de madera reseca de la mecedora al compás de su balanceo, levantó la vista al cielo y vio la gran bola de fuego con el manto abierto en el nuevo día. Abstraída en sus ensoñaciones no tuvo tiempo ni de prepararse, ni de pedir ayuda, aunque tampoco lo hubiese hecho pues, esta vez, quería experimentar esa bendición en su propia soledad y casi sin darse cuenta, de repente, en sus brazos sostuvo algo diminuto:

-¡Qué hermoso eres!- susurró al oído de esa pequeña figura que momentos antes llamaba a las puertas de su bajo vientre.

-Gustavo te llamaré-

Este al oír la voz abrió los ojos, y con unos ojos grandes como dos soles, se quedó mirando fijamente a esa estrella dorada. Adoración tuvo miedo de que sus pupilas se dañaran y trató de protegerle, pero éste parecía buscarlo y comenzó a llorar hasta que de nuevo, su madre, le volvió a mostrar el sol y calló. Adoración en este parto atípico sintió algo distinto al de sus otros hijos, y presintió que Gustavo iba a ser algo muy especial en esta vida. Nació bañado por el sol, y el sol debió tomarlo bajo su protección y como tributo Adoración decidió agregarle un segundo nombre:

-¡Sol!. Desde ahora te llamaremos Gustavo Sol- Contemplando el círculo iluminado fue como Anunciación se los encontró. Asustada y clamando al cielo mandó a Aurora en busca del doctor a toda velocidad, pero Adoración estaba tranquila y su rostro despedía por todos sus poros felicidad y ternura; ajena al trajín formado a su alrededor con la abuela encomendándose a todos los santos y Rosendo acurrucado en un rincón asustado y sin soltar palabra.

Que nos gobiernen los asesores

Los políticos, ¿por qué necesitan asesores?. Porque no saben. El interrogante es si hacen caso a los asesores.
Si no saben, ¿por qué se meten en política?
Por protagonismo, por enriquecerse, por querer pasar a la historia.
¿Por qué el afán de un político es cambiar algo, aunque lo que haya sea bueno?
Tantos estudios que se hacen en el mundo de lo que uno ni se imagina, sería interesante un estudio de lo que pasa por la cabeza de un político, de sus conclusiones ganaríamos mucho.
Siempre se ha dicho de que si algo funciona, ¡para qué tocarlo!.
Notoriedad, eso busca un político. Todo político aboga por un cambio, tienen que dejar su nombre para la posteridad.
Es verdad que son una raza a parte, porque son capaces de decir las mayores barbaridades sin inmutarse, son capaces de hundir un pueblo sin pestañear.
Esta insensibilidad manifiesta no tiene calificativos, o no se enteran, o son la personificación del cinismo. No entremos ya en eso de que la gente, antes de clase media, ahora ha pasado a clase baja. Gente que antes vivía bien ahora está pasando hambre.
Lo peor de todo, es que con sus decisiones absurdas y fuera de toda lógica, están dejando en la calle a nuestros mayores, a gente que necesita atenciones especiales, como minusvalías, deficiencias, ets. Los centros que atienden a estas amplias minorías se están viendo en la tesitura de cerrar por falta de medios para su funcionamiento. O simplemente, podríamos llamarlo,  "el encarecimiento de la salud" general.
Al igual que nuestros jóvenes, sin mentar al resto de desocupados, con un futuro gris porque no pueden acceder al mundo laboral y, además, el encarecimiento de la educación, tampoco les deja opción a la formación. ¿Se han preguntado lo que esa situación puede gestar?.
Mientras tanto, ellos hacen ostentación de su posición. Para ellos no hay prebendas que valgan y lo que niegan para el conjunto no escatiman para ellos.
Un estado es como un tren que circula por una vía, se mueve, sube y baja gente. En su camino cruza tempestades, nevadas, lluvia, vientos, pero estos contratiempos no impiden llegar a buen andén.
El tren que nos han hecho coger está parado en una vía secundaria, no se puede mover porque por delante están quitando los raíles, las traviesas..., todo lo necesario para que avance.
Lo incomprensible es que no vean que cuando algo no se mueve se oxida, y luego es muy difícil hacerlo funcionar. Todo el mundo se da cuenta, menos ellos, que la situación va a peor...., "que están sentando las bases para una recuperación". ¿Qué recuperación si para entonces ya estaremos muertos?......

Esto es lo que pasa cuando estás en "el metamorfis", lo único que pretendía decir es que si los políticos necesitan asesores,... como bien apuntaba uno, pues que se vayan a sus casas y que nos gobiernen los asesores que tal vez sepan de qué van las cosas, al menos reduciríamos en gastos.
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