Capítulo IV del cuento "La Leyenda de Gustavo Sol" de LZC
Gustavo Sol y Aurora, aquel día en que decidieron abandonar sus raíces en la tierra que les vio nacer, marcharon errantes por los caminos de Dios subiéndose al primer tren que partiera de la estación, cuanto más lejos de aquellos parajes mejor, dispuestos a olvidar esa carga que como cadena pesada tuvieron que soportar durante años. Recorrieron infinidad de ciudades consumiendo poco apoco los ahorros que Aurora fue amasando gracias a la subvención que les pasaba el ayuntamiento. Pero Gustavo Sol parecía entrar en un aletargamiento progresivo que iba minando su salud. Él, acostumbrado a desenvolverse en un reducido espacio al aire libre, era ajeno a cuanto a su alrededor ocurría, como un gran solitario dentro de una multitud casi descontrolada. Se veía ahora como un nómada de un lado hacia otro, viendo siempre gente extraña con muchas prisas avasallando todo aquello que se topase a su paso. Metido casi siempre entre las cuatro paredes de cualquier pensión, mínima parte de un inmenso laberinto de bloques de cemento, observaba que los días no tenían la misma luz ni el mismo calor; las noches que para él no habían existido le producían ansiedad, desasosiego, miedo en ocasiones, y un frío desconocido se apoderaba de su piel. Estaba claro que la vida para Gustavo Sol iba a resultar difícil y Aurora no podía seguir así durante mucho tiempo, tenía que procurarse un porvenir y solucionar el qué hacer con su hermano, todo menos abandonarlo a la buena de Dios. Esa vida errante de un lugar a otro tenía una justificación, y no era otra que el dar con el lugar apropiado donde Gustavo Sol se sintiera identificado, cómodo, y feliz a su manera. En ocasiones, ante la infructuosa búsqueda y harta de tanto sufrimiento, se le pasó por la cabeza el volver a La Casa de la Luz, pero ello supondría asumir una derrota a la que no estaba dispuesta. Además siempre le quedaría esta opción en última instancia.
Sin pretenderlo, por doquier se hallaran, tropezaban con noticias del fervor desatado entorno a la figura de Gustavo Sol que, en lugar de menguar, se incrementaba. Todo el empeño lo centró Aurora en preservar a su hermano de esa fiebre que arrasaba en todo el mundo, como si de una epidemia se tratara. No estaba segura de que éste tuviera conciencia del hecho, pero debía poner los medios necesarios a su alcance para mantenerlo al margen de ello, aunque no sabía cómo.
En su deambular por esos mundos, por fin atisbó una luz en el horizonte que empezó a considerar como posible solución a sus problemas. Llegó a sus oídos la existencia, en un lugar lejano, de un centro de acogida de personas inadaptadas. No tenía la menor duda de que en Gustavo Sol se daba esta circunstancia. Realmente era un inadaptado a su época; quizá su nacimiento se produjo mucho antes del tiempo que le hubiese correspondido nacer, lo que le hizo reflexionar sobre un futuro donde quizá las personas nacerían con características especiales y en donde cada cual viviría inmerso en su propio individualismo, sin preocuparle lo ajeno. Esta nueva época sería inmune a los problemas cercanos que condicionan las ambiciones, las ansias de poder, las guerras tanto en su faceta física como psicológica, y todo ello no basándose en una superación personal, sino guiados por unas ansias de dominio sobre los demás. Era muy posible que su caso no fuera único, tal vez se trataba de un una secuencia de apariciones de seres especiales como síntoma de que algo estaba cambiando. Y este centro del cual le llegaron noticias estaba especializado en el acogimiento de todas estas personas. Su duda, su preocupación, se cernía ahora en considerar la conveniencia de su ingreso en el mismo. Estaba hecha un mar de dudas y un tanto confundida ante dos consideraciones. En la primera consideraba el centro como un lugar de aislamiento del mundo exterior para evitar o, cuanto menos, retrasar el momento de irrupción del nuevo orden que, pensaba, se avecinaba con paso lento pero decidido. En la segunda consideraba que el objetivo principal del centro era reunir a estos seres privilegiados con el fin de preservarlos y preparar el momento de comenzar a extender las redes de ese nuevo orden.
Era impensable que los allí recluidos, salvo estar tocados por el don de la inmortalidad, no sobrevivirían al tiempo presente, aunque estaba aún por ver. En cualquier caso no vio mejor solución que no pasase por la reclusión de Gustavo Sol en el centro, hasta considerando el peor de los casos, siempre sería mejor que su actual situación. Allí seria feliz, aunque esta percepción la tenía con reservas porque, si una característica había marcado la existencia de Gustavo Sol era la casi absoluta ausencia de sentimientos. Quizá esta forma de ser estaba propiciada por esa inteligencia superior que, buena muestra de ella dio en su momento, influía en su subconsciente y le propició su peculiaridad como una forma de protesta ante el mundo.
Aurora creía ahora que algo o alguien lo trajo a este mundo con un objetivo y, para ello, le concedió la luz como modo de llamar la atención sobre los demás, queriendo simbolizar, además, la pureza de sus intenciones en su desnudez. Pero la fuerza existente de lo mundano pudo más y lo absorbió para hacerlo desaparecer. Posiblemente aún no había llegado el momento para este cambio, pero una nueva concepción de la existencia estaba brotando y aún debían pasar muchos años para que esta evolución se asentara con toda su fuerza.
No tenía otra elección y de la mano de Gustavo Sol acudió a ese centro. Les explicó los pormenores de todo lo vivido hasta cruzar su umbral, y estos le abrieron los brazos porque sí reunía todas las condiciones para recluirse en el mismo. Además, conocían de su existencia y sabían que en algún momento acudiría a ellos porque era el único lugar, en la tierra, donde tenía cabida. Allí comenzó una nueva vida.
Aurora se despidió de él con lagrimas resbalando por sus mejillas, lágrimas agridulces compartiendo dolor y alegría. Alegría porque se convenció de que era lo mejor para él y dolor porque tenía el presentimiento de que jamás volvería a verlo. Gustavo Sol se despidió tal como era, sin mostrar sus sentimientos, como si de un hasta luego se tratara. Con su pena a cuestas se alejó Aurora, con una nueva vida frente a sí y un horizonte imprevisible. Gustavo Sol se adentró en ese amplio recinto donde no existían llaves ni barreras y donde desde ese mismo instante podía volver a ser él mismo, aquel nacido bajo la bendición del sol. Y así lo hizo. Se despojó de sus ropas volviéndose a mostrar como lo trajeron al mundo. Desde ese momento el sol volvió a brillar como antaño, tal si de un nuevo amanecer se tratare, y se instaló en el amplio jardín. Quizá era casualidad pero ese mismo día también era martes y trece, de un mes de julio. De alguna manera había vuelto a nacer.
F I N