El andén de la estación

Del andén de la estación parte el tren. Viajar en tren es compartir, conocer gente y lugares. Este blog es como un tren, donde todo cabe y al que todos pueden subir.

domingo, 14 de octubre de 2012

Hijo del Sol


 


Capítulo I del cuento "La Leyenda de Gustavo Sol" de LZC

Gustavo Porriño Calzón nació bajo el sol ardiente de Julio. Su madre Adoración Calzón, de ocupación: “Profesional de la Limpieza“. Como bien decía su tarjeta de visita:

-Para lo que a bien quieran mandar- apostillaba.

Trabajaba por las noches como limpiadora de oficinas en un céntrico edificio de la ciudad. Madre de dos niños, Aurora y Rosendo, de doce y ocho años, los cuales quedaban al cuidado de Anunciación Cabezón, la abuela materna. Jacinto Porriño, el padre, trabajador de la construcción. Amante de la manzanilla, no la de hierbas, la... otra, la que pone al cuerpo y purifica el alma, frecuentaba las bodegas que casualmente se cruzaban en su camino:

-Todo en la vida ha de tomarse en pequeñas dosis sin alargarlas demasiado en el tiempo-, era, entre otras, una de sus particulares máximas filosóficas.

Ambos apenas tenían tiempo de verse, menos de arrullarse, salvo cuando algún accidente laboral fortuito (por supuesto), dejaba a Jacinto postrado en cama con algún hueso quebrado o músculo entumecido. Adoración no podía permitirse el lujo de dejar el trabajo y si el azar le daba la oportunidad, no dejaba pasar la ocasión de realizar algún que otro trabajo extra, de la índole que fuera, por supuesto decente y, eso sí, solo por las mañanas porque según decía:

-Dios me ha concedido las noches para trabajar, las madrugadas para retozar, las mañanas para purgar y las tardes para descansar-.

Y una forma de purgarse era el sacrificio extra a que estaba dispuesta por las mañanas con tal de conseguir un céntimo de más:

-Toda peseta es buena- decía,

Todo por el bien de sus hijos que, mientras su cuerpo aguantara, no pasarían las mismas penalidades que ella tuvo que pasar, y les daría una educación a la que ella no pudo acceder por los precarios medios económicos de su familia.

Anunciación, por su parte, no dejaba pasar la oportunidad de bombardear con insinuaciones la calamidad de marido que tenía Adoración:

-Críspulo, eso sí era un hombre, trabajador donde los haya, y no el vago de Jacinto-.

Adoración habituada a estos reproches maternos no les prestaba la mínima atención pues, con todos los defectos del mundo,... era su marido, lo quería, y él a ella, y al contrario que otras amigas suyas de la infancia:

-Nunca me ha puesto una mano encima-, replicaba con orgullo.

Adoración, entre un y otro accidente laboral, quedó embarazada. Era de la única manera. Él marchaba a trabajar a las seis de la mañana y ella no regresaba a casa como mínimo hasta las siete. Arreglaba a sus hijos, los llevaba al colegio, hacía la compra, de la comida se encargaba la abuela. Después de comer se echaba a dormir, hasta las ocho de la tarde en que regresaba Jacinto, juntos cenaban, veían un rato la televisión y luego sobre las once de la noche, cuando Aurora y Rosendo se metían en cama y, Anunciación y Jacinto se quedaban dormidos en el sofá, ella daba un beso a cada uno y marchaba a su trabajo.

Ese mes de julio era muy caluroso, de los peores de los últimos años. Los días de intenso calor resultaban agobiantes, con noches bochornosas donde ni la brisa del mar podía aplacar esa desazón pegajosa que se adhiere al cuerpo y que resulta imposible desprenderse de ella. Adoración empezó a sentirse mal. Las molestias propias del próximo acontecimiento empezaron a dejarse notar y, a pesar de todo, siguió trabajando. Aguantaba los dolores como mejor podía, calculando el tiempo que aún le quedaba según le dictaba su propia experiencia.

Terminada su jornada se encaminó hacia la casa. Esta se encontraba a las afueras de la ciudad, en un lugar como olvidado del mundo, en medio de unas huertas en estado de abandono que esperaban con paciencia su recalificación. Antes de todo esto, cuando una huerta apenas valía unos duros, un joven llamado Jacinto compró un cacho de terreno por poco dinero:

- ¡Un regalo!-,

y poco a poco fue levantando con sus propias manos lo que más adelante se convertiría en su hogar. Solo lo indispensable, un salón con cocina incluida, una habitación y un retrete con lavabo, bidé y ducha. Por jardín tenía una pequeña huerta donde cultivaba lechugas, tomates, judías, pimientos, patatas,..., y cualquier hortaliza o tubérculo de temporada; y en la parte trasera un corral con conejos, gallinas y patos. La subsistencia estaba asegurada.

La entrada de la casa estaba precedida de un porche encementado, donde una mesa flanqueada por dos sillas y dos mecedoras hacían de él el lugar mas concurrido y donde la vida transcurría en su mayor parte, sobre todo en las calurosas noches de verano. En ocasiones el sueño vencía a Jacinto en una de esas mecedoras siendo sorprendido por Adoración a su regreso del trabajo, con reprimenda incluida y seguido reproche de Anunciación. Primero por faltar a su trabajo y segundo porque era de la opinión que el cuerpo solo descansa en su posición natural, horizontal, y dormir sentado no era la mejor medicina para los maltrechos huesos de Jacinto.

Por delante de ese porche se desarrollaba algo de la vida de una pequeña parte de la ciudad que cada vez se les iba acercando mas y más. Para muchos residentes de aquella zona era un lugar de paseo casi obligado, bastante concurrido, no por tratarse de un lugar de esparcimiento donde disfrutar del olor, del frescor y del color de la naturaleza. La zona no era precisamente un jardín babilónico, lleno de matorrales medio secos y alguna higuera centenaria resignada a sucumbir ente el progreso que se avecinaba. Mas bien era un espacio donde se daban cita jóvenes, medianos y viejos, todos ellos paseantes correas en mano y unos caninos juguetones que daban buena cuenta de sus imperiosidades y que, en ocasiones, provocaban algún altercado cuando pateaban esa estimada huerta que tantos sudores costaban a Jacinto

-¡Marranos, id a cagar a vuestro portal!. ¡Esto no es un retrete público!- gritaba enfurecido.

Nadie le tomaba en consideración. Porque el concepto que la gente tenía de ellos era la de marginados, chabolistas, sinónimo casi de ciudadanos de tercera. No era esta la intención que albergaba el espíritu de aquellos jóvenes, Adoración y Jacinto, cuando decidieron construir allí su hogar. Su idea primitiva era la de vivir en el campo rodeados de un estupendo jardín con toda clase de plantas y arbustos aromáticos: rosas, claveles, geranios, lavandas, jazmines, galanes..., con una no menos estupenda casa, con muchos árboles alrededor, hasta con piscina, pero la voluntad dicta las premisas y el tiempo se encarga en ponerlas en su sitio, y el fabuloso proyecto se convirtió en cuatro paredes con techo, para resguardarse de las inclemencias del tiempo, que se iban agrandando según la propia necesidad iba requiriéndolo. Así, un niño venía al mundo, la casa crecía en una habitación a un lado; otro niño venía y otra habitación por el otro lado. Vino a vivir la abuela y al fondo otra habitación:

-¡Sí, con las gallinas!-, refunfuñaba al principio.

Anunciación llevaba algo de razón porque ni su hija ni, en especial, Jacinto tenían el espíritu más apropiado para llevar a cabo esos sueños de juventud y, por eso, el tiempo y los medios económicos se encargaron de poner las cosas donde estaban.

Ellos también cambiaron. Adoración era delgada y engordó; sus ojos negros, grandes, de párpados finos, se volvieron pequeños con bolsas amoratadas y legañosas. El pelo castaño oscuro y bien moldeado se tornó blanquecino y deshilachado. Su piel tostada y lisa, de escaso bello, se volvió rugosa y pálida salvo el rostro que parecía como quemado por el sol. Jacinto era delgado pero prieto, ahora continuaba delgado pero esquelético, con mucho pelo en la cabeza siempre despeinado, con el rostro también quemado por el sol salvo esa franja blanquecina en la frente provocada por su habitual gorra que no se la quitaba ni para dormir. La ropa no se tenía en el cuerpo, los brazos largos, demasiado, para lo que era su torso, las piernas también largas. Parecía mas alto de lo que en realidad era. De mal comer y buen beber, en un tiempo fue fuerte, ahora débil y quebradizo. En su cara se dibujaban esos surcos, que la vida deja a lo largo de su curso pero que, en su caso, llegaron antes de lo previsto y con esa barba tiznada de nieve que tardaba en desaparecer, como pronto, una semana. Aunque curiosos en el vestir, daban la sensación de parecer unos chabolistas rayando la indigencia, sobre todo por las mañanas cuando ella regresaba del trabajo despeinada, con el agotamiento reflejado en el rostro. Y él, por las mañanas salía pulcro, de ello se encargaba Anunciación, pero cuando regresaba venía sucio de cemento, arena y cal, maloliente por el sudor y la copa de más, sin llegar a tambalearse pero con el contento marcado en el semblante.

Jacinto estaba encerrado dentro de sí, ajeno a su entorno y sólo ensimismado por su pequeño mundo, su casa y su huerta, sus “manzanillas”, sus hijos, su mujer y en último lugar Anunciación, seguramente por este mismo orden. Rozando el analfabetismo, aprendió a leer y escribir de mayor, gracias al tesón que puso en ello su mujer. Adoración era más realista, incluso inteligente, porque sabía de sus propias limitaciones y también que la vida no le había permitido obtener otras bendiciones. En muchas ocasiones tentó a su marido para abandonar esa vida, olvidados del mundo exterior:

-Deberíamos mudarnos a la ciudad, para vivir como personas-.

Jacinto hacía oídos sordos, él sería incapaz de sobrevivir metido en un edificio donde el sol apenas asoma, siempre con vecinos por todos los costados, donde las noches no tenían luna ni estrellas:

-En la ciudad no se ven ni los pájaros, ni se pueden escuchar los grillos-, decía.

Adoración replicaba:

-Y qué será de nuestros hijos, sin amigos, sin nadie que se atreva a ofrecerles su amistad-.

Jacinto argumentaba que de pequeño él tampoco los tuvo y no por ello dejó de tenerlos cuando fue grande. Era una lucha perdida para Adoración, su marido allí era feliz y al final siempre zanjaba la discusión con la misma frase

-¡De aquí solo saldré con los pies por delante!-.

Llegó el día, era martes y trece cuando nació Gustavo, aquel que iba a cambiar su vida y la del resto de la familia. Muchas veces se preguntó si esa fecha y ese acontecimiento le habían dado mala ó buena suerte. Nunca pudo responderse. Adoración ese día quiso regresar a su casa caminando; prefería que su hijo naciera bajo un árbol, rodeado de su particular naturaleza, y no en el asiento trasero de un autobús. Aún tuvo el tiempo suficiente como para llegar hasta el porche encementado de su casa y sentarse en una de esas confortables mecedoras para reposar y para relajar sus músculos tensos, extenuados por la caminata, antes de entrar en la casa.

Se había retrasado más de lo habitual, eran las ocho de la mañana, Jacinto ya en trabajo. Aurora y Rosendo estaban remoloneando en la cama pese a los insistentes reclamos de la abuela Anunciación. Desde la mecedora, a sus espaldas, oía el trasiego del interior de la casa consciente de que no se habían percatado de su presencia. Allí, en silencio, acompañada de su soledad y del crujir de madera reseca de la mecedora al compás de su balanceo, levantó la vista al cielo y vio la gran bola de fuego con el manto abierto en el nuevo día. Abstraída en sus ensoñaciones no tuvo tiempo ni de prepararse, ni de pedir ayuda, aunque tampoco lo hubiese hecho pues, esta vez, quería experimentar esa bendición en su propia soledad y casi sin darse cuenta, de repente, en sus brazos sostuvo algo diminuto:

-¡Qué hermoso eres!- susurró al oído de esa pequeña figura que momentos antes llamaba a las puertas de su bajo vientre.

-Gustavo te llamaré-

Este al oír la voz abrió los ojos, y con unos ojos grandes como dos soles, se quedó mirando fijamente a esa estrella dorada. Adoración tuvo miedo de que sus pupilas se dañaran y trató de protegerle, pero éste parecía buscarlo y comenzó a llorar hasta que de nuevo, su madre, le volvió a mostrar el sol y calló. Adoración en este parto atípico sintió algo distinto al de sus otros hijos, y presintió que Gustavo iba a ser algo muy especial en esta vida. Nació bañado por el sol, y el sol debió tomarlo bajo su protección y como tributo Adoración decidió agregarle un segundo nombre:

-¡Sol!. Desde ahora te llamaremos Gustavo Sol- Contemplando el círculo iluminado fue como Anunciación se los encontró. Asustada y clamando al cielo mandó a Aurora en busca del doctor a toda velocidad, pero Adoración estaba tranquila y su rostro despedía por todos sus poros felicidad y ternura; ajena al trajín formado a su alrededor con la abuela encomendándose a todos los santos y Rosendo acurrucado en un rincón asustado y sin soltar palabra.

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