El andén de la estación

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jueves, 18 de octubre de 2012

La casa de la luz



Capítulo II del cuento: "La leyenda de Gustavo Sol"de LZC
                                                
       Ese día la vida de los Porriño cambió su rumbo y su hábitat natural sufrió una serie de transformaciones que lo convirtieron en un lugar peculiar, único en el mundo. Desaparecieron los veranos, los otoños y los inviernos, una suave primavera se adueñó de su espacio. Sin lluvias, sin vientos, sin frío y sin calor. Por desaparecer, hasta la noche lo hizo y una luz constante brillaba durante las veinticuatro horas del día. Sumergidos como en un túnel del tiempo, desde lo lejos, cuando la luna y las estrellas delataban la noche, un haz de luz permanente se reflejaba sobre ellos como si de una linterna incandescente se tratara.
        
       Desde el momento de su nacimiento se hizo patente la atracción que Gustavo Sol tenía por el astro padre. Esa inmensa bola de fuego le hacía pronunciar sonidos guturales levantando los brazos hacia él, como queriendo asirlo; más que atracción parecía una total dependencia pues apenas podía vivir fuera de su influencia. Cuando lo metían dentro de casa cambiaba su carácter, perdía el apetito, no podía ni conciliar el sueño, hasta le resultaba imposible hacer sus propias necesidades. Adoración al principio sufrió lo indecible pues sus modos de vida empezaron a modificarse. Cambiaron sus costumbres, la convivencia se hacía difícil y lo más preocupante era que no tenía visos de cambiar, al menos a medio plazo. Lo llevó a los médicos, a todos los que creía podían curarle. En un principio creyó que tenía una enfermedad grave, pero los médicos lo examinaban, lo analizaban, hurgaban en todos sus rincones y nunca encontraban nada de anormal. Sus diagnósticos siempre coincidían, lo consideraban un niño dentro de la más absoluta normalidad y con una peculiaridad que lo distinguía de los demás niños. No encontraban otra explicación, al menos dentro de la limitación de conocimientos que la medicina tenía respecto casos raros como el de Gustavo Sol. Lo llevó a curanderos, médiums, brujas, parapsicólogos, y todo aquel que pudiera mostrarle una luz al final del túnel, pero nadie le daba una respuesta. Los más osados atribuían el fenómeno no precisamente a Gustavo Sol, sino a un efecto incomprensible de la propia naturaleza, y los remitían a físicos, a meteorólogos, a estudiosos de efectos extraños; cualquiera era válido. Pero Adoración no estaba dispuesta a seguir por esos derroteros y se resignó a convivir con su problema.

Gustavo Sol, y su peculiaridad, traspasó su propia frontera llegando hasta la ciudad. Ello trajo consigo un aumento considerable del número de paseantes y curiosos alrededor del mundo de los Porriño “La Casa de la Luz”, la llamaban. Con torpes disimulos observaban las correrías del Niño, los juegos, las gracias y, en su inocencia, ese pinganillo que colgaba en su entrepierna, provocando esas sonrisas amables y distendidas. Su madre le puso Gustavo, el Sol le prestó su nombre, y ahora había sido rebautizado como “El Niño” cuando se referían a él; parecía como si de sus bocas no pudiera salir su auténtico nombre.

Los años iban pasando y Gustavo fue creciendo. A los cinco años ya sabía leer y escribir, sin ayuda de nadie; conoció las letras y los números jugando con los libros de sus hermanos. Una vez vio como Aurora y Rosendo jugaban una partida de ajedrez y al día siguiente ya no fueron rivales para él. Con ocho años no había libro que se le resistiera; era evidente que poseía una inteligencia fuera de lo normal ó, quizá, unos poderes sobrenaturales. Seguía creciendo y toda su vida se desarrollaba en el porche encementado de la casa, allí jugaba, comía, leía, dormía y observaba regularmente a su tutor, el astro que seguro lo apadrinó; y éste, de forma incomprensible, lo mantenía inmaculado de marca o señal alguna. Para cualquiera de los mortales, un día completo bajo un sol abrasador, sería como cavar su propia fosa; solo unas horas bastarían para terminar abrasado como si del mismo infierno se tratara. No cabe duda que estaba bajo su protección.

Ese porche permanentemente iluminado era su refugio y posiblemente el lugar donde se almacenaba toda esa energía que revertía en él dotándole de esa sabiduría única e incomprensible. Cuando se alejaba de allí, con solo entrar en la casa, se evidenciaba un decaimiento físico y emocional, una merma de facultades, nervioso, temeroso, un estado anímico preocupante; por esa razón optaron por dejarle plena libertad para que su vida transcurriera allí donde su felicidad fuera más placentera, y ese lugar era sin duda el porche, y se acostumbró a ese reducido espacio tanto que era incapaz de abandonarlo, incluso cuando de hacer sus propias necesidades se trataba. Cuando pequeño disponía de un orinal de patito, apropiado a su tamaño. Fue creciendo, y éste con él, disponiendo de orinales más grandes de diversas figuras, hasta que llegó el momento en que Jacinto tuvo la feliz idea de instalarle un retrete en una esquina. Pero más que un retrete era un espacio al aire libre con un pequeño lavabo, una ducha y una taza de evacuación. Eso sí, no era una taza normal, sino la mejor del mercado, con mochila, de color salmón, reluciente y con un tirador que parecía de oro. Tanto le llamó la atención que Gustavo Sol se sintió atraído y comprobó con satisfacción ese frescor agradable que se apreciaba al sentarse en ella, recreándose, disfrutando cada minuto que permanecía allí posado de forma que, poco a poco, hizo de su particular retrete el pequeño rincón donde más a gusto estaba, haciendo de la taza de color salmón su auténtico trono.

Ante la creciente expectación que surgió alrededor de La Casa de la Luz, y debido a la cada vez mayor afluencia de gentes por sus alrededores, comenzaron a proliferar zonas de recreo. Primero se instalaron tenderetes, barracones de bebidas, parques infantiles. El ayuntamiento de la ciudad vio en ello una posible fuente de ingresos con la que jamás había soñado y decidió reordenar el terreno y urbanizarlo. Construyó paseos arbolados, jardines, fuentes ornamentales. Concedió licencias para instalar cafeterías, restaurantes, tiendas de souvenirs donde se podía encontrar llaveros, cuadros, vasos, ceniceros, platos, postales, y un sinfín de artículos, con motivos propios de La Casa de la Luz y como centro de todos ellos el propio Gustavo Sol. El recuerdo más cotizado era la figura de Gustavo Sol, de porcelana, sentado en su taza en actitud serena y pensante con la mirada ligeramente proyectada hacia el cielo.

Los años pasaban y el renombre de Gustavo Sol, sus increíbles facultades, ese fenómeno de la naturaleza, cruzó los mares y océanos, surcó los cielos y de todas partes del planeta empezaron a llegar mas gentes atraídas por lo excepcional del caso. No solamente eran curiosos de lo insólito cargados con sus cámaras de fotos y de vídeo, también vinieron científicos de todo el mundo, alemanes, americanos, chinos, rusos, japoneses, australianos,..., con sus laboratorios a cuestas, con sus observatorios, con sus medidores, con cualquier inimaginable artilugio con alguna potencial función analizadora que pudiera servir para esclarecer, cuanto menos, algún detalle relacionado ó bajo la influencia directa de Gustavo Sol. Por supuesto, siempre, manteniéndose a cierta distancia de éste, desde la lejanía, porque Gustavo Sol era inaccesible. Existía una especie de barrera infranqueable impuesta por Jacinto y Adoración que no estaban por la labor de convertir a su hijo en un conejo de indias o en un títere de feria.

Lógicamente esta situación tuvo su efecto en el resto de la familia Porriño. Adoración tuvo que dejar el trabajo malviviendo con lo que Jacinto ganaba hasta que desde el ayuntamiento de la ciudad, y vista la potencial fuente de ingresos que para su economía representaba, decidió concederles una subvención permanente solo con la condición de no impedir a los curiosos acercarse hasta un lugar más próximo donde poder sacar fotografías y filmaciones de La Casa de la Luz. Jacinto vio en ello su oportunidad y convenció a su mujer para que no pusiera impedimentos; de esta manera dejó también su trabajo para dedicarse a su huerta y a sus “paseitos” cortos. Anunciación con su edad no fue capaz de soportar el cambio brusco que se produjo en su tranquila vida y pidió que la llevaran a un asilo:

 -Un lugar tranquilito donde hacer amigas y poder jugar al cinquillo- decía.
Y así lo hicieron.

          Rosendo que siempre había sido un niño introvertido, timorato, frágil, de lágrima fácil, fue quien más acusó todo este trajín y Adoración temiendo el perjuicio que eso podía conllevar para su desarrollo como persona, lo mandó a vivir con un primo suyo muy lejos de allí. Aurora, por el contrario, siempre fue una niña despierta y con la misma fortaleza de su madre. Desde temprana edad ya tomaba decisiones que afectaban a toda la familia, a veces por encima del criterio de su padre. Era consciente de la especial situación en que la familia se encontraba y sabía que en cualquier momento podía derrumbarse así, aunque su madre le propuso acompañar a Rosendo, ella se negó rotundamente y quiso quedarse porque sabía que en un momento dado, su presencia podría ser necesaria. La Casa de la Luz redujo de esta manera sus moradores, solo quedaban cuatro. 

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