¡Dulces sueños!. Le dijo la madre
al hijo mientras, al unísono, arropaba y daba un beso en la frente.
El hijo, con apenas seis años, no
acababa de entender eso del soñar. No sabía distinguir si era algo bueno o
malo, y solo con pensar que iba a soñar le procuraba intranquilidad.
La madre le quiso hacer entender que los sueños eran como una
prolongación del día. Si te habías portado bien tus sueños serían agradables,
si te habías portado mal no lo serían tanto. También que, de alguna manera,
cada cual podía elegir sus sueños, bastaba con pensar en algo alegre y seguro
que así también lo serían sus sueños. Y como moraleja: si era bueno sus
sueños siempre serían dulces y agradables.
El niño no creyó las palabras de
la madre. La noche anterior soñó que un enorme conejo, igual que un peluche que
tenía al pie de la cama, se pasó todo el tiempo persiguiéndole porque quería
comérselo, hasta que sobresaltado se despertó. Y él, el día anterior se había
portado bien, y los conejos no le daban
miedo.
La lógica de su joven cerebro le
dictaba que las palabras de su madre no se correspondían con la realidad de sus
sueños y, por lo tanto, para no soñar debía permanecer siempre despierto.
Desde ese mismo momento decidió
que se dormiría pensando que estaba despierto.
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